Orar es
entrar en Dios, sentirse propiedad suya, hasta llegar a la unidad
Cuando
el hombre se pone de rodillas ante esta paradoja insondable. ¿Por qué “de
rodillas”? Porque así el hombre se
encuentra inmerso en el amor infinito del Dios infinito. Pues, orar, más que
buscar a Dios o descubrirlo dentro de nosotros, es descubrirnos a nosotros en
Dios. Es ésta una gran verdad de la oración, como nos recuerda S. Pablo:
“Ahora... habéis reconocido a Dios, mejor dicho... Dios os ha reconocido” (Gal 4,9).
Orar, pues, es, ante todo y sobre todo, tomar conciencia
de nuestra propia insignificancia, de nuestra propia nada (MU); y a través de
esta muerte del “yo”, llegar a descubrir nuestro verdadero yo en Dios. Esto es
lo que nos revela aquel hecho inaudito de la profunda relación que existe entre
el hombre muerto en la cruz –Cristo Jesús – y el Cristo de la Resurrección,
radiante de gloria por el poder de Dios. Es lo que ocurre también en la
oración: primero la oscuridad, la muerte del propio “yo”; luego, la Resurrección
que nace de esa muerte.
Esa
conciencia de nuestra nada y el amor que surge de las ruinas del propio
“yo” es lo que hace que el Dios trascendente descienda de su altura infinita y
se nos acerque hasta el punto de ser más íntimo a nosotros que nosotros mismos.
La verdadera oración sólo puede
brotar de un corazón humilde que ha sabido darse cuenta de que su “yo” no es
más que un puntito en la inmensidad del universo; que ha llegado a comprender
que, por altas que sean las montañas que logre escalar o por profundas que sean
las mismas a las que consiga descender, montañas y simas estás rodeadas por el
cielo infinito y sólo son ligeras ondas en la inmensidad del océano (...)
La verdadera oración comienza cuando
llegamos a sentirnos propiedad de Dios.
Cuando por medio de la oración el
hombre se sabe “propiedad de Dios”, se abre ante sus ojos una panorámica de la
oración totalmente nueva. El que buscaba sólo darse a Dios y se esforzaba en
darse a Él por entero, ahora –en Dios- se descubre a sí mismo como un don de
Dios para todos, para los hombres y para todo el universo. Lo mismo que Dios no
es propiedad privada de uno solo, sino Dios de todos, de la misma manera quien
ha llegado a ser “de Dios” es –en Dios- propiedad de todos.
Entonces la línea ascendente de la
oración se convierte en línea que desciende, fecunda, hacia la tierra. Es
Zaratrusta que, después de haber subido a la montaña, baja a la llanura para
predicar; es como Buda que, una vez lograda la iluminación (Store), vuelve
convertido en Bosatsu, el que busca la salvación para todas las criaturas. Por
eso la expresión “sólo Dios” queire decir “ver todas las cosas en Dios”. Ver la
sonrisa en toda la creación, incluso en la minúscula gota de rocío posada sobre
la hierba. No se trata, por tanto, de excluir a los demás, sino a descubrirlos
en Dios, de ir hacia ellos en Dios para salvarlos.
A. Ichiro
Okumura, ( El placer de orar. El encanto del alma
japonesa)
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