DESCALZARME
PARA ENTRAR EN EL OTRO
Aien Luraj
Una
mañana, en el retiro de Nazaret observando un anuncio, me encontré con una
expresión que resonó de una manera muy especial dentro de mí: “Descalzarse para
entrar en el otro”.Le pregunté al Señor que significaba esto. Se me ocurrían
palabras como respeto, delicadeza, cuidado, prudencia.
Recordé las palabras de Éxodo 3,5: “No
te acerques más, quítate las sandalias porque lo que pisas es un lugar
sagrado”. Fueron las palabras de Yahvé a Moisés ante la zarza que ardía sin
consumirse y pensé: “Si Dios habla al interior de mi hermano, su corazón es un
lugar sagrado”.
Cuando después me ponía a orar, Jesús me
presentaba uno a uno a mis amigos y conocidos, …. una serie de rostros. Y caí
en la cuenta de cómo habitualmente entro en el interior de cada uno sin
descalzarme; simplemente, entro; sin fijarme en el modo, entro.
Experimenté una fuerte necesidad de
pedir perdón al Señor y a mis hermanos. Sentí que el Señor me invitaba a
descalzarme y luego a caminar. Inmediatamente sentí una resistencia: “no
quería ensuciarme”. Me resultaba más seguro acceder calzado, por la
comodidad y el temor a herirme.
Vencido este primer momento, comencé a
caminar y el Señor, a cada paso iba mostrándome algo nuevo. Advertí cómo,
descalzo, podía descubrir las alternativas del terreno que pisaba; distinguir
lo húmedo y seco del pasto de la tierra. Necesitaba mirar a cada paso lo que
pisaba, estar atento al lugar donde iba a poner el pie.
Me di cuenta de cuantas cosas del
interior de mis hermanos se me pasan por alto, las desconozco, no las tengo en
cuenta por entrar calzado, con la mirada puesta en mí o disperso en múltiples
cosas.
Pude ver también como descalzo, caminaba
más lentamente, no usaba mi ritmo habitual, sino tratando de pisar suavemente.
Donde mi zapatillas habían dejado marcas, mi pié no las dejaba. Pensé en
cuantas marcas habré dejado en el corazón de mis hermanos a lo largo del camino
y experimenté un gran deseo de entrar en los otros sin dejar un cartel que
diga: “Aquí estuve yo”.
Por último, fui atravesando distintos
terrenos; primero de hierba, luego un camino de tierra, hasta llegar a una subida con piedras. Tenía
ya ganas de detenerme y volver a calzarme, pero el Señor me invitó a caminar
descalzo un poquito más.
Advertí que no todos los terrenos son
iguales y no todos mis hermanos son iguales. Por tanto, no puedo entrar en
todos de la misma manera. Las cuestas me exigían aún más lentitud y cuanto más
suavemente pisaba, menos me dolían los pies. Por eso me decía: “Cuanto más
difícil sea el terreno del interior de mi hermano, más suavidad y más cuidado
debo tener para entrar”.
Después de este recorrido con el Señor,
pude ver claramente que descalzarme es entrar sin prejuicios, atento a la
necesidad de mi hermano. Sin esperar una respuesta determinada; es entrar sin
intereses y despojado de mi propio yo.
Porque creo, Señor, que estás vivo y
presente en el corazón del otro, me compro-meto a detenerme, a descalzarme y a
entrar en él, como en un lugar sagrado.
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